jueves, 24 de abril de 2008

Agua de las Fiji y pollos de Brasil


Recuerdo, hace por lo menos treinta o treinta y cinco años (yo era demasiado joven), haber visto por televisión una entrevista con un artista (creo que escultor) del norte de España. Este señor, con una estética muy particular (barba muy poblada, florecitas en el pelo... vamos, lo que se denominaba entonces hippie) subía todas las mañanas a un monte cercano a su casa y contemplaba el tráfico de camiones en una autovía cercana. En la entrevista, el artista no salía de su asombro al comprobar cómo los camiones transportaban las mismas mercancías en ambos sentidos. Primero pasaba un camión cargado con tubos hacia el este y media hora después veía otro camión diferente, también cargado con tubos, pasar hacia el oeste. Más tarde se repetía el caso, pero esta vez con ladrillos y después, pasaba lo mismo con camiones de cerdos camino del matadero. ¿Para qué hacen esto? Se preguntaba extrañado este señor.
Pues bien, han pasado más de tres décadas y esta extraña costumbre no ha desaparecido, ni siquiera ha menguado sino que ha crecido exponencialmente, para mayor gloria de los transportistas. Si todavía vive este escultor, supongo que se llevará continuamente las manos a la cabeza.

Vamos a ver unos cuantos ejemplos y nos daremos cuenta de las incongruencias que se cometen en el comercio y, en consecuencia, en los medios de transporte y la contaminación ambiental:
España importa 1,3 millones diarios de kilos de patatas de Francia y a su vez, exporta 300.000 kilos a Portugal. Diariamente, importamos 3.500 cerdos vivos y exportamos 3.000. Entran por nuestras fronteras 330.000 kilos de carne de pollo (muchos de ellos brasileños) y salen 205.000. ¿Ven alguna lógica en estos datos? Si es así, por favor, que alguien me lo explique. ¿Se imaginan la cantidad de CO2 y otros gases que provocan estos trueques de las mismas materias?

¿Se puede solucionar este problema? Me parece muy difícil, por no decir imposible, pero algo si se puede conseguir. Sin caer en el pernicioso proteccionismo económico, los consumidores podemos decantarnos a la hora de hacer la compra por los productos que hayan sido elaborados más cerca de nuestras casas. Puedo comprender que un 36 % de las manzanas que consumimos procedan de Chile o un 60 % del arroz que comemos venga de Tailandia; aquí no se produce la suficiente cantidad o lo que se importa es de una calidad diferente a la española, pero lo que no me entra en la cabeza es que nos volvamos locos comprando agua embotellada francesa o, dando un paso más allá de la fina línea que separa la cordura de la locura, comprarla (carísima) procedente de las islas Fiji. Supongo que los kilos de CO2 que se han derrochado con la botellita se deben de contar por centenares. ¿Aquí no tenemos agua embotellada? O mejor aún, del grifo. Nos gastamos un dineral depurando y tratando el agua de nuestras ciudades como para arruinar nuestra balanza de pagos trayendo agua del otro lado del mundo.

Se han realizado estudios en los que se asegura que en el Reino Unido, cada alimento fresco recorre una media de ¡8.000 kilómetros! hasta nuestras mesas. Es por ello que el gobierno británico lanzó hace unos meses una iniciativa para que el etiquetado de la comida haga referencia al lugar donde se ha producido el alimento, para que así, el consumidor final pueda saber el impacto ambiental que tiene la lechuga que se está llevando a la boca.
También existen otros movimientos que abogan por la dieta de las cien millas; comer solo productos provenientes de un radio inferior a esa cifra. Y, supongo, que esto mismo se podría aplicar a otros sectores que no sean la alimentación.
Vuelvo a repetir, no quiero cargarme el comercio mundial, pero ¿no les parece una tontería escribir en España sobre una hoja de papel argentina y que un argentino escriba sobre un folio español?

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